Salvo que añada algo en próximas fechas, el Gobierno no ha ido más allá de ofrecer ayudas vinculadas al mantenimiento del empleo a las empresas del sector del automóvil con instalaciones industriales en territorio español. Suena algo así como abonar desde el presupuesto público una parte del salario de unos trabajadores que, de otro modo, pasarían a recibir subsidio con cargo a las mismas cuentas públicas, conforme a lo previsto para situaciones de desempleo. Es, como tantas otras, una medida paliativa que hace frente a la coyuntura, pero dista de solucionar a futuro una actividad productiva que lleva tiempo bajo amenaza desde demasiados sitios.
Diciembre va a ser un mes poco menos que inexistente para el sector. La mayoría de plantas de producción va a permanecer paralizada, con los consiguientes planes de restricción del empleo (ERE’s) y la más o menos velada expectativa de reducción de plantilla o, lo que es aún peor, amenaza de trasladar la fabricación.
Aunque mirar al pasado no sirve para todo, a veces es útil. En este caso podría serlo para recordar por qué muchos constructores decidieron ubicar sus plantas en España. Lógicamente, es impensable restablecer aquellas condiciones, dado que el país, la economía y sobre todo la sociedad han cambiado sustancialmente. Pero no menos han variado las circunstancias y los parámetros por los que se rige la actividad. Hoy, las empresas del automóvil no toman sus decisiones del mismo modo ni atendiendo a los mismos factores y circunstancias que veinte, treinta o cincuenta años atrás.
El mapa empresarial es distinto. Los modos de fabricar automóviles, diferentes. Las preferencias de los consumidores, también. A causa de todo ello, situar las plantas de producción depende de cosas que antes no se consideraban y obvia buena parte de las que entonces pesaban de forma decisiva. No da la sensación de que la política, o mejor, la ausencia de una política industrial específica para el sector, lo haya tenido en cuenta. En parte, ha hecho abstracción, no sólo de la amenaza de reubicación, sino del peso específico en la economía: alrededor del 10 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB), otro tanto en términos de empleo y, de largo, primer capítulo exportador en la muy deficitaria balanza comercial.
En otras palabras: al modelo que propició la venida no le ha sucedido otro, suficientemente actualizado y adaptado a los nuevos tiempos, capaz de incitar y favorecer la permanencia sin sobresaltos.
La disyuntiva parece clara: el tan traído y llevado nuevo modelo de crecimiento de la economía española, ¿ha de mantener o no incorporada la producción de vehículos automóviles? Si la respuesta es negativa no cabe duda que la estrategia discurre por bien camino. En cambio, si el objetivo es perpetuarla parece claro que correspondería hacer algo más que subsidiar el mantenimiento de unos puestos de trabajo que seguirán amenazados a medio y largo plazo… si no cambia nada más.
Toca asumir que las plantas españolas tienen su futuro directamente condicionado a su capacidad competitiva. La configuración actual del sector automotriz ha propiciado que la ubicación de la producción sea geográficamente indiferente. Cada multinacional constructora se ve forzada a situarlas allí donde la productividad es más óptima, dado que es justamente lo que hacen las demás. Y para tenerlo claro no debería ser imprescindible viajar con séquito hasta Japón.
Enrique Badía