Las vacaciones se acercan. Como el corredor de fondo llegamos a ellas tambaleándonos tras el interminable recorrido del año. Las ciudades se quedan vacías y la gente se aleja de la lacerante rutina con un solo objetivo: olvidar y descansar, cada uno a su manera y en lugares diferentes.
Tengo la suerte de haber vivido periodos estivales muy variados: un atardecer mirando al mar en una isla perdida, las verdes praderas y las agrestes montañas asturianas, una cena compartida en familia en un pueblo castellano rodeado de campos de trigo y remolacha. No importa el lugar ni la condición, sino simplemente dejar atrás la monotonía invernal, larga y devastadora y reencontrar, con todos aquellos a quienes queremos, la paz y la estabilidad para afrontar de una manera más equilibrada nuestra vida de todos los días que nos espera al otro lado del invierno.
Sin embargo este periodo preciado y que normalmente damos por descontado no es accesible a todo el mundo. La crisis actual ha provocado que una gran parte de la gente que nos rodea diariamente no puedan partir y poner un paréntesis en su cotidianeidad desencantada. En estos momentos de reposo generalizado, ellos siguen sin poder desconectar de sus preocupaciones y de los agobios que los atenazan. En homenaje a todos ellos, este es mi testimonio.
El lugar: Marbella. Icono del glamour y de las fiestas, espacio de encuentro de muchos madrileños atraídos por su amplia oferta de restaurantes nuevos que aparecen y desaparecen, playas y chiringuitos, campos de golf y mercadillos donde disfrutar al máximo y en una «carrera contrarreloj » de los preciados momentos de asueto que se evaporarán en breve. El entorno concreto: una cena entre amigos en una urbanización próxima a un hotel de lujo que ha cerrado hace un año y al que sus trabajadores siguen acudiendo día a día, sin recibir nada por ello.
No conozco en detalle los entresijos del asunto, ni la situación judicial del expediente, pero sin tan siquiera esperarlo y por pura casualidad, me di de bruces con una historia de dolor de decenas de familias andaluzas, hipotecadas, con niños pequeños, que han perdido todo, desde su trabajo a sus casas, que viven de la caridad de sus vecinos, del buen hacer de Cáritas o de la bondad de la gente anónima. Que ven como muchos de los responsables de una mala gestión que les ha situado en esa posición siguen disfrutando de esos restaurantes de lujo y de sus fantásticas vacaciones a pocos metros, mientras ellos son conocidos como los afectados, los de la “mala suerte». En definitiva los olvidados que tienen que seguir yendo a cuidar esos jardines e instalaciones sin obtener nada a cambio y sólo por conservar el derecho a reclamar. Carecen de ilusión, pero están obligados a continuar.
No tienen vacaciones ni tan siquiera las desean. Su único sueño es salir de una pesadilla. No buscan descanso, sólo justicia.