miércoles, noviembre 27, 2024
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Muerte de un periodista

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Era realmente complicado descifrar los jeroglíficos que dibujaba ‘Fiti’, siempre con boli bic, durante las reuniones de la revista. Absorto, se esmeraba en líneas geométricas redundantes y en asimétrica sinfonía variativa. No era protesta. Es que se aburría mortalmente con la burocracia y las letanías de temas propuestos y recitados a “los jefes”. Juan Luis Álvarez hablaba de “los jefes”, dejando claro que él no quería formar parte de ese club de engreídos. Él era un periodista, de la cruz a la raya.

Seguramente los jeroglíficos geométricos, a boli bic, inescrutables, estaban relacionados con la extraña costumbre de poner canciones protesta de Mercedes Sosa en las interminables tarde-noches de cierre de la revista. Canciones con sonido a lata, porque ‘Fiti’ las sacaba de las páginas más obsoletas que se puedan encontrar en la Red. Nunca en redes sociales ni mandangas del estilo. No, ‘Fiti’ no era jefe –aunque en su día, muy joven, lo fue, hasta lo fue en la lejana Tucumán, que hay que ser raro para eso–, y era el ejemplo personificado de una carrera periodística rica y fecunda sin necesidad de ascensos.

Su último director, Alberto Pozas, dice que “era un paracaidista que siempre caía de pie” en los reportajes. Para hacer un buen reportaje, en la escuela de Informaciones, en la que se crió ‘Fiti’, hacían falta dos cosas: hablar con la gente y saber contar aquello que te habían contado, generalmente aporreando teclados con dos dedos. Si le mentabas la palabra “empatía” te miraba por encima de las gafas, de abajo a arriba, bajando la comisura del bigote: malo. ‘Fiti’ llegaba, calaba al personal, y se lo ganaba a base de encanto natural y caradura. Luego, en la firma ponía Juan Luis Álvarez, y lo que venía debajo –escrito a golpes con dos dedos– era un monumento al género literario del reporterismo. ‘Fiti’ escribía como Dios, tenía el raro don de saber darle color a los textos, de meter el olor del interior de las casas de los pueblos de España en los reportajes, o el frío de un cementerio. Luego, tiraba de trucos de la profesión, como todos, con un encanto que te reconciliaba con las máquinas de escribir, el pestazo a tabaco negro y las linotipias.

‘Fiti’ es un clásico.

Cuando llegó a interviú, reportero veterano y ya baqueteado, aunque tenía menos de 40 años, los jóvenes que por allí andábamos lo miramos con curiosidad. Era fácil dejarse llevar por el personaje, que engañaba. Delgado, con arriesgado bigote fino, ágil, nervioso, con gafas, inventor de la “fitirola” –un altavoz hecho con cartulina desde el que arengaba al personal con discursos surrealistas a voz en grito–, autor de hipnóticos jeroglíficos en las reuniones, bailarín, divertido. Un castizo. Pues no, eso solo era la corteza.

‘Fiti’ era un periodista, un periodista preocupado. Primero, injustamente, por su propio futuro. Si llegar a leer que sus reportajes eran textos, hubiera mirado de abajo a arriba por encima de las gafas: malo. Nunca se creyó que fuera otra cosa que un operario del reporterismo y por eso pensaba que un cataclismo laboral podía caerle sobre la cabeza en cualquier momento. Qué injusto.

Qué injusta es esta profesión

Resulta que era la esencia de Interviú, aunque llegara cuando ésta ya estaba en marcha. La esencia del periodista que primaba hablar con las personas sobre el predominio de wikipedia y las bases de datos. Si le hablabas de “periodismo de precisión o de datos”, te miraba de abajo a arriba, malo. En ‘Fiti’ estaba el periodista capaz de abordar un reportaje costumbrista, un suceso, otro de boxeo, un escándalo político o la expulsión de un cura de su pueblo. Llegar, ver, calar, hablar, escribir. Rara vez el culo en el asiento, justo al contrario de la tendencia actual.

Hay una faceta del carácter profesional de ‘Fiti’ en el que pocos reparaban. El cariño con el que trataba a los periodistas jóvenes, a los becarios que iban cayendo cada verano por la revista y que miraban a la redacción, llena de dinosaurios de colmillo retorcido, con una mezcla de estupefacción y respeto. Él, que nunca optó a premios, que no quería “ser un jefe”, que no se pavoneaba, el que menos ego tenía, era el que más impactaba a los jóvenes. Nadie les había explicado en la facultad que así era un periodista

Una de esas jóvenes periodistas, hoy consagrada, me dijo ayer: “Su propia muerte es una obra de arte, como lo que hizo en el periodismo”.

Nos vemos, “morenín”.

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