jueves, noviembre 21, 2024
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De complejo de bodas a hogar para refugiados por el coronavirus

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Los bungalós de madera de este complejo de Arganda del Rey, al sureste de la Comunidad de Madrid, estaban destinados a vaciarse por el coronavirus.

Sin embargo, sus propietarios decidieron abrir sus puertas para quienes no tuvieran un techo bajo el que pasar el confinamiento decretado en España por la crisis de la COVID-19.

Fue el 15 de marzo cuando los nuevos huéspedes llegaron a estas cabañas de madera, que tienen alrededor de 50 metros cuadrados y disponen de baño privado, camas, sofás, calefacción y aire acondicionado, televisión e incluso wifi, lo que les permite estar conectados con sus seres queridos.

También reciben tres comidas al día en el comedor del complejo, al que acuden en turnos de 15 personas y respetando la distancia de seguridad.

“Porque aquí dentro se cumplen todas las reglas del confinamiento, igual que en todo el país”, asegura  Miguel Ángel Carnero, uno de los dos propietarios de La Cigüeña.

En el centro descansan mayoritariamente familias de venezolanos con hijos que no tenían un hogar o malvivían en albergues sin las condiciones de seguridad e higiene necesarias.

En el grupo hay desde matrimonios con dos y tres hijos hasta familias monoparentales, como una madre con un bebé que todavía es lactante, e incluso una mujer que se ha curado del coronavirus, cuenta el hostelero, “feliz” de poder ayudar a personas que súbitamente se vieron sin saber dónde pasar los próximos meses.

Entre los visitantes hay quienes esperan asilo político, otros que iban a gestionar los últimos trámites para recibir la nacionalidad española y algunos que acababan de aterrizar en el aeropuerto de Madrid cuando comenzó el estado de alarma.

Lo que tienen en común es que todos han llegado de otros países (como Moldavia, Venezuela, Nicaragua y Ecuador), no tienen vivienda y necesitan ayuda.

También todos comparten la fortuna de haber dado negativo en el test de coronavirus, cumpliendo el requisito más importante para recibir la llave de esta residencia.

Tras varias semanas de convivencia, siempre manteniendo “la distancia social”, el ambiente “es buenísimo” y ha nacido un sentimiento de hermandad entre los residentes y con los trabajadores, que les han donado ropa y juguetes.

Emir es uno de los venezolanos que viven estos días en “este oasis en medio del desierto” que es el confinamiento, como él mismo reflexiona.

Cuenta que llegó a España el pasado febrero junto a su mujer y sus dos hijos, de dos y cuatro años, y que estaba inmerso en los trámites para que su esposa, con familia portuguesa, encontrase un trabajo que le facilitase solicitar su documentación y, después, la de sus seres queridos. “Pero el confinamiento lo ha congelado todo”, lamenta.

Sin embargo, se consuela pensando que, pese a todo lo malo de la COVID-19, su familia y él han encontrado «un paraíso» en el que aguardar. “No teníamos dónde vivir y de repente estamos instalados en un bello ambiente, con todas las comodidades, con comida, un lago y animales que han enamorado a los niños”, cuenta.

Sus salidas apenas se limitan al restaurante, pero recorrer los metros que les separan de ese otro edificio supone toda una aventura para sus hijos, que saludan de lejos a las gallinas del corral y se quedan embelesados contemplando la pradera.

“Estos días son un deleite, una experiencia, antes de volver a luchar por conseguir nuestros papeles”, cuenta Emir emocionado, antes de prometer que algún día, en el futuro, volverá a esos bungalós en los que les han tratado “como príncipes”.

Estrella Digital

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