«Un día estaba paseando por el barrio y, de repente, caí fulminado. Lo siguiente que recuerdo es despertarme en el Hospital de Sant Pau. Desde entonces, decidí que mis libros no podían quedarse en casa», explica a Efe este peculiar librero, que desde hace más de un año paga cada mes cerca de 600 euros por el alquiler del nuevo local, de nombre «Espíritus de Agua».
Su periplo literario nace cuando apenas tenía 10 años y se mudó a la casa que su abuelo tenía en Gràcia y que estaba repleta de libros que, poco a poco, despertaron su interés por las letras.
«Cuando tenía 20 años, devoraba novelas. Recuerdo que durante un tiempo no podía parar de leer a Somerset Maugham, aunque después opté por los libros de historia, de antropología y de arte, especialmente el africano», relata Costa, que este mes ha vendido un ejemplar de arte gabonés por 1.000 euros.
Su interés por el arte africano lo llevó a viajar por todo el continente, recopilando miles de libros y experiencias, como la vez que estuvo en Costa de Marfil y un chamán le hizo degollar a una cabra.
«¡Menudo panorama! Casi en pelotas, asesinando a una cabra medio obligado por un hechicero. Sin duda, es una de las experiencias más surrealistas y desagradables que conservo», recuerda el dueño de «Espíritus de Agua» -mismo nombre que el de una exposición que protagonizó hace años sobre arte africano-, mientras echa un vistazo en su ordenador a las fotografías que tomó durante el viaje.
Su colección es tan amplia que ha despertado el interés de clientes de varias nacionalidades, especialmente de Latinoamérica y de países vecinos europeos, por lo que ha creado una página web con el mismo nombre que la librería para llegar a más compradores.
«No tengo ni idea de cuántos libros he leído a lo largo de mi vida. Soy un gran picoteador de capítulos, no acostumbro a leerme libros enteros», cuenta Costa, que tras tantas horas de lectura es incapaz de elegir cuál es su libro favorito.
Entre las obras que llenan los estantes de su librería se encuentran ejemplares de arte africano, de historia, de antropología y novelas, entre otros, que vende a un precio que pacta con el cliente, sobre todo si son jóvenes con una gran inquietud literaria, aunque tiene por bandera dignificar los libros de segunda mano.
«Si un libro está en mal estado, su precio evidentemente será inferior al original. Por el contrario, si es bueno y está intacto, acostumbro a adaptar el precio a la dignidad del libro», subraya este lector empedernido, que afirma escandalizarse cada vez que encuentra una montaña de libros en los contenedores.
A Costa le gusta diferenciar entre «trabajar y pasar tiempo en la librería», a la que considera «una extensión de mi sala de estar».
«Procuro llegar por la mañana, sobre las 12 horas. Luego compro algo de comer en el colmado de al lado, vuelvo a la librería, hago mis cosas y me voy a casa hacia las 21 horas», asegura este sui géneris librero, que se reserva los domingos para estar con sus hijos y nietos.
Entre sus planes futuros solo se encuentra la voluntad de continuar vendiendo sus libros, aunque confiesa que si la salud se lo permitiera, continuaría viajando por el mundo en busca de más libros y más obras de arte.
«Me llevarán de esta librería directo a la tumba. A lo mejor por el camino paso por el Hospital de Sant Pau, pero este va a ser el trayecto. Como no sé si me queda mucho para irme al otro barrio, quiero quitarme de encima mis libros, sobre todo para ahorrarle trabajo a mi hijo», concluye el veterano librero, que no tuvo reparos pese a su salud y a su edad en abrir un peculiar negocio en medio de la pandemia del coronavirus. EFE