Bashar al-Ásad, al igual que Ben Alí (en Túnez), Hosni Mubarak (en Egipto) o Muammar al-Gaddafi (en Libia), todos ellos derrocados durante la denominada ‘primavera árabe’ de 2011, ha sido un líder autócrata que, aunque suene políticamente incorrecto, ha sabido, desde el año 2000, contener a las milicias rebeldes y a los grupos terroristas que, con el paso de los años, se iban haciendo fuertes en diferentes zonas del territorio sirio.
Fue acusado de emplear armas de guerra para reprimir a los que se oponían a su mandato (entre ellos, a población civil), algo sin duda reprobable. Pero mantuvo contenida a la mayoría de población suní y a los grupos terroristas (de la vertiente salafista yihadista del Islam suní) que apoyaban a esa mayoría de población liderada por grupos extremadamente violentos, y que, bajo ningún concepto, admitían que una minoría chií (más concretamente, la rama alauita del Islam chií) gobernase el país.
Su liderazgo al frente de Siria proporcionó una relativa estabilidad que ahora se ha roto con su derrocamiento. Al igual que ocurrió en Túnez, Egipto, Libia… e incluso Irak y Afganistán, cuando los líderes autócratas que gobernaban estos países cayeron, o, más bien, fueron derrocados, el poder ha recaído en gobernantes teocráticos que han impuesto la Sharía (ley islámica) como norma suprema de estados que, actualmente, podrían considerarse fallidos.
De hecho, la mayor parte de ellos viven sumidos en guerras civiles y sometidos a regímenes que no son precisamente un ejemplo en la defensa de los derechos humanos. Incluso, la relativa evolución (u occidentalización, sin tomarse este término en su sentido más estricto) que se había producido antes de la caída de sus dictadores, han regresado al pasado mediante la aplicación de estrictas normas de convivencia basadas en la represión y la aplicación de graves sanciones para quienes incumplen esas estrictas normas religiosas impuestas por sus actuales gobernantes.
Tras la salida de Bashar al-Asad, Siria se convertirá en un caldo de cultivo para la proliferación y el asentamiento definitivo de grupos terroristas como el Daesh
Con la salida de Bashar al-Asad de Siria se abre una época incierta y nada halagüeña, a priori, para la población del país. Si ocurre como ha sucedido en esos otros países mencionados anteriormente, el territorio sirio será (ya lo es) un caldo de cultivo para la proliferación y el asentamiento definitivo de grupos terroristas como el Daesh en un tablero, el de Oriente Medio, que no pasa por su mejor momento.
Los rebeldes toman Damasco y declaran el fin del régimen de Bashar al-Asad
En 2011, cuando se inició la ‘primavera árabe’ en el norte de África, y se extendió a otros países como Siria, Bahréin o Yemen, la comunidad internacional se vio atada de pies y manos para contener la guerra que se inició en Siria, y que ha estado latente (con mayor o menor intensidad) desde entonces.
Rusia y China, como ya se analizó en ESTRELLA DIGITAL el pasado 3 de diciembre, vetaron cualquier resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para intervenir en el conflicto sirio.
Y la pregunta que cualquiera podría hacerse tras lo ocurrido en los últimos días iría relacionada con profundizar en qué ha ocurrido ahora y por qué, para que, lo que no se había conseguido en más de una década, se haya visto culminado en tan sólo unos días. También cabría preguntarse quién ha apoyado a los insurgentes y a los grupos terroristas para emprender una ofensiva tan rápida y eficaz que ha acabado con un régimen que se había perpetuado en el poder desde el año 2000.
No se avecinan buenos tiempos para el pueblo sirio, aunque haya quienes piensen que la caída de Al-Assad traerá aires de libertad. Porque no se puede observar a estos países, condicionados por arraigadas ideas religiosas, con la mentalidad occidental.
Son sociedades, muchas de ellas, que se rigen por normas que muy bien podrían asemejarse a tiempos de la Edad Media en los países europeos. Y son países que requieren de una evolución, a su ritmo, para adaptarse a nuevos regímenes democráticos.
La experiencia, sobre todo en Egipto, Libia, Irak o Afganistán, ha demostrado que los nuevos líderes que han asumido el control de estos estados no han logrado avances democráticos significativos. Más bien al contrario.
Habrá que dejar pasar días, semanas, incluso meses, para valorar si, como sería deseable, el derrocamiento de Bashar al-Ásad ha servido para algo. Pero no nos hagamos demasiadas ilusiones.
Habrá que ver, también, qué acciones adopta una comunidad internacional que está ‘a otras cosas’ (y con muchos frentes abiertos), y que no ha tenido poder para, por ejemplo, frenar la guerra entre Israel y Líbano, a pesar de contar con una misión de Naciones Unidas en la zona, ni tampoco en países como Irak o Afganistán, en los que la retirada masiva de las tropas occidentales dejaron a ambos países sumidos en un caos del que todavía se están pagando las consecuencias.