En Anatomía del asco, de Ian Miller (Taurus, 2000), obra de proteica exorbitancia, se habla de dos ascos; el freudiano, que actúa como barrera impidiendo la satisfacción del deseo inconsciente, y ese que tiene origen en el concepto de lo excesivo.
Según Miller, el primer asco es el que Freud denominó de formación reactiva, el que se alía con la vergüenza y la moralidad para funcionar como un dique; el que reprime el impulso sexual: «Ese asco –dice Miller– hace que los genitales de los demás parezcan feos y los propios sean fuente de vergüenza. El asco impide la activación el deseo inconsciente».
La lectura de la obra de Miller, y en concreto su capítulo quinto, Lo hermoso es asqueroso y lo asqueroso es hermoso, me recordaba de continuo la peripecia de Havelock Ellis, aquel médico y psicólogo inglés, nacido en 1859, al que debe la investigación freudiana gran parte de sus estupendas intuiciones (incluso las literarias); tal es la profundidad que para el estudio de las reacciones humanas y de los condicionamientos psicológicos aportó la obra de Ellis, que aún se deja leer.
Cuando en el programa de televisión del que fui guionista me pidieron un sexólogo, acudí raudo al Zoo Memorial de los psicólogos y me llevé al bueno de Ellis, que era a la sazón como un gorila aquejado de orquitis traumática, o que caminaba huevón, digámoslo sin tecnicismos para que nos entiendan los poetas.
Según Phyllis Grosskurth en su obra Havelock Ellis. A Biography (Penguin Books, 1981), a Ellis le preocupaban sus nocturnas poluciones, pues, temeroso aún de Dios, no osaba masturbarse. Genitalizó sus angustias a tales extremos, que casi llegó a creer –como aquel loco del que habla el médico Soranus, del siglo I de nuestra era– que su micción podría provocar un nuevo diluvio universal, por lo que aguantaba Ellis, como expiación, noches enteras sin orinar.
Havelock Ellis, no por cómico, dejó de desarrollar en esa su adolescencia preñada de temores santos –que se le irían algo con el paso del tiempo– un gusto por la urolagnia (o lluvia dorada, como le dicen en los anuncios por palabras de los periódicos), que signó buena parte de sus investigaciones, y buena parte, también, de sus placeres gustosamente asquerosos, por acudir a la ambivalencia sostenida por Miller.
Al cabo, al bueno de Ellis lo pusieron a caldo, de tanto mearlo, Olive Schreiner, líder sufragista; la traductora Françoise Cyon; Winifred de Kok, abanderada del feminismo finisecular, y la muy grande poetisa y articulista Hilda Doolittle, que no pudo sino afearle al psicólogo su poca discreción, cuando en un pasaje de su obra Impresiones y comentarios la describió «con sus piernas rectas, de adolescente, abiertas, vertiendo sobre mí un largo chorro en arco centelleante».
–Desde luego, no ganarías para champú, cabronazo –le dije riendo el día de la grabación del programa.
La invitada, muy seriecita en el plató, no podía ser otra sino Belladonna, actriz porno especializada en squirting.
Ella defendería las parafilias, y Havelock Ellis haría denuestos sin medida del asunto. Un buen reparto de papeles televisivos. Yo les había escrito los guiones del debate.
Belladonna trincó una pasta por su participación, y a Ellis lo complacimos, ya de regreso al Zoo Memorial, con la presencia espiritista, quién sabe, de aquellas damas que en sus días de gloria le hicieran la urolagnia.
Bah, imagínense; resultó la cosa, finalmente, convencional como cualquier debate televisivo con putillas o políticos o periodistas.
Fuera del plató, empero, Belladonna dijo a los del equipo que nos echaba un concurso a ver quién llegaba más lejos, orinando… de pie…. Salimos a los jardines con verde, agua y patos, de Prado del Rey. Ganó Belladonna. Los patos huyeron aterrados cuando miccionó en abanico, como la fallera de la ópera bufa Arganchulla Arganchulla Gallac (1987), del músico valenciano Carles Santos.
Sobre extra para Belladonna, pues encima se nos llevó el dinero de la apuesta.
José Luis Moreno-Ruiz