El Rey es un hombre de habilidad probada. Cuando los expertos estaban discutiendo sobre las dificultades que planteaba una disculpa real, don Juan Carlos resolvió la cuestión con once palabras que ya quedarán en la historia: «Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir». Haciendo uso de todos los tiempos verbales reconoció el error pasado, dejó constancia de su pesar presente y se comprometió para el futuro en apenas cuatro segundos. Corría el riesgo de pasarse o de no llegar, pero encontró el justo término medio. Desconocemos si la frase es propia o habrá contado con un asesor para armarla. Si ha sido así, es una lástima que el brillante funcionario no estuviera de guardia el domingo de resurrección para, con la mitad de palabras, advertirle: «Majestad, si la cacería trasciende, se arma».
Lo sucedido dejará huella. Veremos cómo se cierran las heridas y mediremos a su debido tiempo la magnitud de la cicatriz. Pero ahora toca gestionar el compromiso para el futuro, y en esa tarea el Rey no puede estar solo. No porque dudemos de su capacidad, sino porque en una Monarquía parlamentaria son los legítimos representantes de los ciudadanos los que deben dibujar el papel de la Corona y señalar sus derechos y obligaciones. Algún paso puede darse de inmediato para, por ejemplo, incluir a la Monarquía en la Ley de Transparencia, que obliga al resto de las instituciones y poderes del Estado. Después convendría redibujar la Familia Real para dejarla reducida al Rey, la Reina, los Príncipes y sus herederas. Y finalmente, fijar mediante un estatuto articulado los derechos y obligaciones de sus miembros. Una regulación sensata que consagre, por ejemplo, algo tan evidente como que el monarca no puede recibir regalos privados tan fuera del uso social que sentarían en el banquillo a un responsable político por cohecho impropio.
En la redacción de esa norma tropezaremos con el nebuloso territorio que separa la vida oficial y la vida privada de la Familia, sobre lo que tanto se ha escrito en los últimos días. Aunque a veces parece que nos perdemos en discusiones bizantinas. Tan evidente es que el Rey tiene derecho a disfrutar de su vida privada como reconocer que la vida privada de un monarca, en sus privilegios y obligaciones, es bien distinta a la del común de los mortales. La propia esencia de la institución, cimentada en asuntos tan privados como el matrimonio y la reproducción que en su caso tienen consecuencias de Estado, evidencia lo borroso de las fronteras.
El rey de España es Jefe del Estado las 24 horas del día y todos los días del año. Quedó patente en su gran reválida, el 23-F, que le pilló fuera del horario de oficina pero ante la que respondió como correspondía, entre otras cosas porque estaba donde debía estar. Sería legítimo preguntarse qué hubiera pasado en aquella aciaga jornada si el Rey hubiera estado cazando elefantes a 8.000 kilómetros de España en un país en el que ni tenemos embajada y si hubiera tardado casi cuarenta horas en regresar a su despacho.
Quedamos a la espera de los cambios y deseamos que no se demoren tanto como la modificación de la preeminencia masculina en la sucesión a la Corona que consagra la Constitución contra los principios de igualdad que ella misma recoge. Y en ellos debería quedar claro el papel regulador y supervisor que el gobierno debe tener sobre los actos del Rey, ya sean oficiales o privados, para proteger la imagen de España y de la propia monarquía. Quizás ese papel no garantice el acierto absoluto, pero con la cacería de Botswana ha quedado patente que sin él, el margen para el error se agranda.
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Isaías Lafuente