domingo, noviembre 24, 2024
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Iniciativa política y ficción nacionalista

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Hay argumentos históricos, jurídicos y políticos bastantes para defender que España es uno los Estados más antiguos de Europa. Muchos, como Italia, son muy modernos. Otros, recentísimos, como Croacia. No obstante,  para señalar el nacimiento de España no es del todo acertado acudir a los Reyes Católicos quienes, como príncipes renacentistas, gobernaban mediante pactos y casamientos una desigual amalgama de estados y señoríos diversos, más pequeños y tribales que los estados-nación que surgirían después. La España actual tomará realmente cuerpo a partir del XVIII, con la promulgación de los Decretos de Nueva Planta, en vigor desde 1707 por cédula de Felipe V, primer monarca de la dinastía borbónica en España, tras la muerte sin descendencia de Carlos II el Hechizado, enfermizo, débil e impotente.

Felipe de Borbón, duque de Anjú, vencedor de la Guerra de Sucesión frente al archiduque Carlos, dotará al Estado de una verdadera unidad política y administrativa, homologable a la de hoy, al abolir las leyes e instituciones propias de los reinos históricos de Valencia, Aragón y Mallorca y del principado de Cataluña, todos ellos integrantes de la Corona de Aragón. Y ello, como castigo por su apoyo al pretendiente al trono, el archiduque Carlos, de la casa de Habsburgo, finalmente derrotado. El modelo adoptado por el ganador, la supresión de los fueros e instituciones aragonesas, se extenderá rápidamente a los reinos y señoríos de la Corona de Castilla, unificándose así la administración del territorio y conformándose lo que hoy consideramos España. Es decir, Felipe el Animoso suprimió las fronteras y los privilegios medievales, primero en Aragón y seguidamente en Castilla.

En ningún caso fue una guerra de secesión que terminara con la independencia de Cataluña, como se pretende desde la ficción histórica independentista. Fue una lucha personalista, es decir, una guerra de sucesión al trono entre dos aspirantes en la que estaba en juego el control de buena parte del mundo y que finalizó con la caída de Barcelona, último reducto de la resistencia del príncipe vencido. Se trataba, en suma, de la confrontación entre dos casas reales europeas por el poder del decadente imperio español. Y tampoco fue una guerra civil, como se pretende igualmente sin criterio desde el nacionalismo, sino una contienda internacional cuyas hostilidades duraron trece años y que se saldó para España con la pérdida de sus posesiones en Europa.

Pero la cuestión de la vertebración de España no es un asunto histórico, sino político. Salvando las distancias, la actitud de los actuales políticos me recuerda al ejercicio de ceguera y pesimismo que aconteció en la España de finales del siglo XIX con la pérdida de Cuba y Filipinas y buena parte del XX con la descolonización del Sahara, obstinados en su falta de liderazgo y legitimidad y sosteniendo, al tiempo, una política desfasada, moral, política y económicamente, aunque defendida por muchos con la sola y vacía apelación a la patria. Pero la patria no se defiende con insensateces o desidias, sino con políticas inclusivas firmemente consensuadas.

La clave es entender que la historia se acuña políticamente y que un hecho o derecho histórico variará en función de la acción política que se ejerza sobre él.  Pues si algo aprendimos de Hegel es que pensaba históricamente. Y que, siendo la historia dinámica, evoluciona según la presión política ejercida durante el tiempo. La cuestión es, por tanto, tomar la iniciativa, no para apuntalar o para tergiversar la historia pasada sino para escribir la futura. Si no tomamos la iniciativa los que vemos España como un espacio en el que cabemos todos y en el que se respeta y valora la diferencia y la pluralidad, alguien la tomará por nosotros.

Nuestros políticos del XIX, ante su falta de autoridad política y militar podrían haber planteado una descolonización ordenada, interviniendo y liderando el proceso. Quizá se hubieran consolidado en Iberoamérica cuatro o cinco estados sólidos y prósperos, correlativos a los virreinatos y a las capitanías generales coloniales, según las divisiones administrativas y territoriales españolas previas, más fuertes y sostenibles que las que actualmente conforman Iberoamérica, donde algunos Estados son extraordinariamente pequeños e inviables, frutos del poder y los intereses de los caciques y las élites locales.

No planteo en esta columna reconocer el derecho a decidir de los pueblos de España, pues sería ciertamente complicado realizar estos supuestos derechos, ya que la trayectoria política e institucional de la península nos permitiría identificar, en distintas épocas históricas, cientos de reinos, estados, señoríos y encomiendas. Si nos acomodáramos al criterio histórico, habría que valorar independizar el antiguo reino de Denia, el de Badajoz o el de Tortosa.

Lo que está claro es que desde el siglo XIX España tiene un problema político, un serio asunto de tensiones periféricas, de integración y de cohesión como país. Una cuestión estructural que no debemos desestimar o ignorar. Nacionalistas e independentistas ganan posiciones y siembran futuras mayorías al calor de la sorda política española que, de seguir en la misma línea en la que está, propiciará a corto plazo un desapego abrumador de ciertas poblaciones respecto del resto de España.

Lo que deseo es subrayar que el derecho a decidir no es un derecho histórico de los territorios y pueblos de España. Y que, democráticamente hablando, tal prerrogativa concierne en exclusiva a las Cortes Generales, sede de la soberanía nacional donde reside la legalidad democrática. El órdago planteado desde el independentismo no puede legitimar una escisión del Estado respecto de un territorio que jamás ha sido independiente. Tal pretensión, dada por democrática sin el menor análisis, supondría promover en realidad un proceso netamente antidemocrático. Porque una mayoría política coyuntural no es suficiente para justificar la ruptura de un estado histórico como el español y menos al margen de las normas del Estado Democrático de Derecho.

Efectivamente, desde la promulgación de la Constitución del 78 se han producido en España multitud de procesos electorales donde han obtenido mayorías, simples y absolutas, muy diversas formaciones políticas. Si asumiéramos los planteamientos poco democráticos del nacionalismo independentista debería gobernar todavía la UCD, que obtuvo mayoría en las primeras elecciones democráticas, o el PSOE, que consiguió mayoría absoluta posteriormente, en el año 82. Sin embargo, sus mayorías sirvieron para legitimar sus gobiernos durante cuatro años. Y si una mayoría democrática así legitima gobiernos para un periodo temporal tan corto, de cuatro años a lo sumo, no resulta proporcional ni democrático afirmar que una mayoría igual que se pronunciara sobre el supuesto derecho a decidir, no ya sobre la independencia, legitimaría democráticamente escisión territorial alguna.

Sin duda hay que afirmar que, si las Cortes reconocieran el derecho a decidir de ciertos territorios (por razones puramente políticas, nunca históricas), la hoja de ruta debería establecer un calendario prefijado de referendos, al menos dos o tres, escalonados en el tiempo. También tendría que establecerse un procedimiento legal para fijar los términos exactos de la pregunta o preguntas a formular en las consultas. Y es fundamental concretar el tipo de mayoría, simple, absoluta o reforzada, que debería alcanzarse en los procesos consultivos previstos. Desde mi punto de vista es evidente que la legitimidad para poner en marcha un mecanismo de esa naturaleza es de todos los españoles. Y sin duda las consultas deberían resultar con mayorías separatistas cualificadas.

Todo ello de la mano y al amparo de la Unión Europea y de la ONU, organismos que no solo deberán avalar el proceso sino que habrán de explicar las causas y las consecuencias que tendría una eventual desafección de determinados territorios del Estado español, desde el punto de vista de sus relaciones internacionales.

No puedo compartir el proyecto federalista de España sugerido desde la izquierda socialista porque España no es una federación de estados y solo podría serlo si se federara, por ejemplo, con Portugal y Andorra, estados soberanos. La federación es un acto voluntario de unión entre dos o mas estados, en beneficio de la Federación o del Estado Federal, conformado por todos ellos. Es, digámoslo así, un movimiento centrípeto, hacia dentro: estados, territorios o entidades independientes o autónomas quieren y deciden unirse. En España lo que se está produciendo es un proceso justamente inverso, un movimiento centrífugo, hacia fuera, de territorios que sueñan con la desintegración. Los que están unidos se quieren separar. El debate federal, tal y como se ha planteado, me parece falto de rigor técnico y ajeno por completo a nuestra historia y realidad políticas. Pero, sobre todo y lo más importante, creo no va a contribuir a saciar las aspiraciones separatistas pues, forzando los conceptos y la historia, solo vamos a agudizar el problema, en la confusión.

Lo que toca es tomar la iniciativa para un gran pacto de Estado por la vertebración de España, mediante una profunda pero serena reforma constitucional, en la que se apueste por poner en valor la inmensa pluralidad histórica, cultural e institucional de España, asumiendo e integrando las aspiraciones de los diversos territorios, pero desde el consenso y la estricta legalidad democrática.

Ignacio Perelló Almagro, abogado.

Ignacio Perelló

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